Mientras tanto empezó a anochecer y, acordándose Pinocho de qué no había probado bocado, sintió un hormigueo en el estómago que se parecía mucho al apetito.
Pero el apetito en los chicos camina deprisa; y, de hecho, en pocos minutos el apetito se transformó en hambre, y el hambre, en un abrir y cerrar de ojos, se convirtió en un hambre de lobos, en un hambre que se podía cortar con un cuchillo.
El pobre Pinocho corrió inmediatamente a la cocina, donde había una olla hirviendo, e intentó destaparla para ver qué había dentro; pero la olla estaba pintada en la pared. Imaginaos cómo se quedó. Su nariz, que era ya larga, se le alargó, por lo menos, otros cuatro dedos.
Entonces se puso a correr por la habitación y a registrar todos los cajones y escondrijos en busca de un poco de pan, aunque estuviera duro, una corteza, un hueso que le hubiera sobrado al perro, un poco de polenta enmohecida, una raspa de pescado, un hueso de cereza, en una palabra, algo que masticar; pero no encontró nada, absolutamente nada, nada.
De pronto le pareció ver entre los desperdicios algo redondo y blanco, que se parecía por completo a un huevo de gallina. Y en un abrir y cerrar los ojos, pegó un brinco y se lanzó sobre él. Era un huevo de verdad.
Es imposible describir la alegría del muñeco: tenemos que imaginárnosla. Creyendo casi que fuese un sueño, daba vueltas al huevo entre las manos, y lo tocaba y lo besaba, y besándola decía:
-Y ahora, ¿cómo lo prepararé? ¡Haré una tortilla!... No, es mejor hacerlo al plato... ¿No estaría más sabroso si lo friera en una sartén? ¿Y si lo tomara pasado por agua? No, lo más rápido es hacerlo al plato o escalfado. ¡Tengo muchas ganas de comérmelo!
Las aventuras de Pinocho
Carlo Collodi