En un pueblo de Artois vivía una buena anciana que era feliz ayudando a los necesitados. Todo el que llamaba a su puerta podía estar seguro de que la buena mujer le daría unas monedas y un buen pedazo de pan blanco; así que los mendigos de los pueblos vecinos nunca pasaban por los alrededores sin detenerse a hacerle una visita.
Un día, un famoso santo varón, de cuyo nombre no me acuerdo, que había ido a comer a casa de la anciana cada vez que había tenido que ir por allí cerca a resolver algún asunto, le dijo:
— El buen Dios me ha otorgado el poder de concederos un deseo. Pensadlo bien y decidme lo que queréis.
La anciana lo estuvo pensando un buen rato, y por fin le dijo:
— Me gustaría que todo el que se suba al ciruelo que tengo en el jardín no pueda bajar hasta que yo lo diga.
— Lo que queréis es un poco extraño, buena mujer. Pero, en fin, que así sea.
El santo varón se despidió de la anciana y volvió al cielo.
Diez años más tarde, la muerte pasó por la casa de la anciana.
— Va a cumplir pronto los ochenta se dijo la muerte; ya ha vivido lo suyo, así que voy a llevármela.
Y la muerte entró en la casa.
— ¿Eres tú, muerte? Llevo mucho tiempo esperándote; estoy preparada para irme contigo cuando quieras, y no creas que me importe— dijo la anciana. Pero, no, espera, me equivoco; antes de dejar esta vida me gustaría comerme un par de ciruelas.
— Si no es más que eso, espera un momento.
La muerte salió al jardín, se subió al ciruelo y cogió un par de frutas; pero justo cuando se disponía a bajar, la anciana dijo:
— Que la muerte no baje del árbol hasta que yo diga.
Y por mucho que la muerte amenazó, rogó, gritó e insultó, no consiguió que la anciana la dejara bajar del árbol.
Durante seis meses nadie murió en la Tierra.
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Recogidos por Christian Strich