La víspera de Año Nuevo todo el mundo transitaba con prisas sobre la nieve para refugiarse al calorcito de sus hogares. Sólo la pequeña vendedora de fósforos no tenía dónde ir, y pregonaba incansable su modesta mercancía.
No podía volver a la casa de su madrastra porque todavía no había vendido todos sus fósforos. Miró a través de una ventana iluminada y pensó que sería maravilloso estar con esos niños que habían adornado aquel árbol navideño.
-¿Quiere usted fósforos, señor?, preguntó a un caballero que pasó a su lado.
-No, gracias. Además, con este frío sacar las manos de los bolsillos no debe ser muy agradable, respondió el hombre, marchándose muy deprisa.
La nieve empezó a caer con más fuerza y la vendedora se refugió en un portal. Y como el frío era muy intenso, encendió uno de los fósforos para calentarse las manos. En medio de aquella luz, se le apareció un árbol navideño.
CUANDO el fósforo se apagó, el árbol se desvaneció. Al encender otro vio en el círculo de la llama la figura de su madre, que estaba en el Cielo.
-Mamá, mamá, ¿por qué no me llevas contigo?, Le gritó la pequeña vendedora.
Sonriendo, su madre le cogió la mano y le invitó a subir por una larguísima escalera de nubes. A pesar de eso, la niña no sintió cansancio alguno ni la fría caricia del viento. Nuestra amiga era feliz por estar junto a su madre.
A la mañana siguiente, los transeúntes encontraron a la pequeña vendedora de fósforos en el portal, como dormida. Su alma había volado al Cielo.
A la mañana siguiente el pueblo descubrió, al pasar, a la vendedora de fósforos, acurrucada y muerta, en un portal.
- Pobre niña... Ha intentado calentarse las manos con sus fósforos, dijo alguien.
Lo que todos ellos ignoraban era que la vendedora de fósforos había encontrado la felicidad. Ahora estaba en el Cielo con su madre, jugando con los angelitos. Y nunca más, nunca más, volvería a pasar frío.
Christian Andersen